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El desván de las historias

El décimo trabajo de Hércules

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Hércules

Cuando un pueblo alcanza cierto grado de madurez y de conciencia colectiva, y su supervivencia diaria deja de ser una prioridad vital, comienza a reflexionar sobre otras cuestiones de índole menos material, de esencia más intelectual o espiritual. Es en ese momento cuando la mirada se vuelve a los grandes interrogantes sin respuesta, y es en ese momento también, cuando surgen las leyendas, las historias que de una forma y otra ayudan a explicar unas cosas y a forjar otras. Es en ese momento cuando los pueblos construyen sus fábulas, sus enseñanzas, sus ritos, sus moralejas… en una palabra, su mitología. ¿Cómo debe ser la intensidad de cualquier fenómeno para dejar una huella tal en la memoria colectiva, de manera que ese fenómeno acabe por formar parte de la mitología de un pueblo? El sol, el rayo, la tempestad, la primavera, el día, la noche, el tiempo, la belleza, el amor, el volcán, la muerte… poderosos conceptos; los más poderosos de la naturaleza. Los que marcan a un pueblo a través del éxtasis o del trauma, para acabar fundidos en su mitología. Hasta aquí todo normal… ¿Pero qué ocurre cuando ese fenómeno que acaba por ser mitología, no es un fenómeno, sino otro pueblo? ¿Qué ocurre cuando un pueblo es admirado por las demás civilizaciones, cuando éstas cruzan el mar en su busca? ¿Cómo debería ser percibido cuando los más grandes creadores de mitología se inspiraron en él y le adjudicaron uno de los tres trabajos más difíciles del más grande de sus héroes? ¿Cómo serían los días de esplendor de un pueblo que acaba inspirando las historias de otros pueblos? Sin duda, estos otros pueblos deberían de percibir a aquél como algo enorme, inalcanzable, maravilloso, gobernado por reyes sobrehumanos… Así es como estos pueblos debieron percibir la grandeza de Tharsis.

La luna brillaba en lo alto, iluminando con nitidez el prado suave donde el rebaño pastaba a su antojo. No había cercas ni vallado; sólo dos perros pastores, enormes y únicos hermanos de la misma camada, guardaban el ganado. Más como seguro ante la dispersión del mismo que como guardianes ante imprevistos ladrones. No muy lejos, tumbado en la hierba con su manto como reposo para la cabeza y su zurrón y el odre al alcance de la mano, el pastor se dedicaba a comer y beber con parsimonia; los ojos soñadores fijos en la luna, la mente volando por el infinito, y el cuerpo confortado por la bondad de la temperatura. Era un hombre joven, apenas poco más que un muchacho; y aunque podría dedicarse a otras labores distintas al pastoreo, amaba la paz y la libertad de aquellas noches a la luz de la luna, con el rumor del rebaño cercano, y la presencia amable y cariñosa de los perros, que pasaban de uno en uno a echarle un vistazo cada cierto tiempo, a la búsqueda también de algún trozo de vianda del zurrón que siempre les caía en sus fauces cual regalo de la diosa. Aquella noche se sentía inspirado. Los animales dormitaban, la luna soñaba, y el joven pastor imaginaba versos y melodías. De repente creyó oír un sonido a la izquierda de donde se encontraba. El viento soplaba hacia aquel mismo lugar. Miró a uno de los perros, a su derecha, separado de él pero al alcance de su vista. El can había levantado la cabeza, las orejas tiesas, el hocico husmeando el aire. El perro acabó por volver a enroscarse sobre sí mismo y a esconder la cabeza entre las patas, por lo que el joven pastor volvió a sus ensoñaciones y a sus melodías.

No demasiado tiempo después, los ladridos del otro perro sonaron recios en la distancia. El que estaba más cerca del joven saltó como impulsado por un resorte y en seguida se perdió a través del rebaño en dirección al lugar en el que sonaban los ladridos de su hermano. El pastor se incorporó, tomó un silbato de su zurrón y lo hizo sonar con fuerza llevándoselo a los labios, cogió la honda con la que practicaba puntería en las numerosas horas muertas del pastoreo, y corrió siguiendo el rastro que el perro iba abriendo en el rebaño ante él. La sangre retumbaba en sus oídos, al ritmo que su corazón comenzaba a marcar para acompasarse a la carrera. Los aromas de la noche se mezclaban en su nariz con los provenientes del rebaño, inundando todo su sentido del olfato. ¿Qué clase de bestia podría alterar la quietud de una noche tan bella?

Al rebasar la última línea del ganado descubrió un buey muerto con una flecha en el cuello. Los ladridos de los dos perros sonaban un poco más lejos, perdidos en la espesura. El joven apretó más aún en su carrera. La bestia era una de dos piernas y dos brazos, pues aquella flecha era prueba de ello. La indignación y el enfado se iban apoderando de él conforme avanzaba en su camino. El sonido de los canes se hallaba ya próximo cuando descubrió una maza de madera de olivo tirada de cualquier forma. Sin duda el ladrón la había perdido en su huida; muy valiente para matar a distancia a un buey con una flecha, pero no tanto como para enfrentar a un perro cara a cara, ni siquiera con una maza en la mano. Continuó en su carrera hasta que vio a los dos perros ladrando furiosos en torno a un árbol de tronco regular. A mitad de camino hacia la copa había un hombre encaramado. Llevaba un carcaj en bandolera, y en el suelo se hallaba un arco que sin duda habría perdido en su poco honrosa y heroica escalada por el tronco.

– ¡Eh! ¡Aquí!

A la voz del joven, ambos perros cesaron en su actitud y caminaron dócilmente hasta él, sentándose a su lado. Se quedaron mirando al ladrón, mostrando los dientes de vez en cuando en señal de advertencia.

– ¿Quién eres? ¿Por qué has matado uno de nuestros bueyes? ¿Qué es lo que buscas aquí?

El fugitivo estaba ataviado de una forma extraña, y hasta allí abajo llegaba el olor que desprendía. No era raro que hubiera sido descubierto por uno de los perros, aunque hubiera tenido la precaución de colocarse en contra del viento frente al otro.

– ¡Responde a mis preguntas! ¡No haciéndolo sólo estás empeorando tu situación!

El ladrón permaneció en silencio, moviendo la cabeza de un lado a otro como en busca de una posible vía de escape.

– Muy bien, tú lo has querido.

El pastor tomó una piedra de mediano tamaño. No sería un impacto mortal, pero sí acabaría con la resistencia hipotética del asaltante nocturno. Éste, al ver lo que estaba a punto de pasar, trató de ponerse a cubierto tras el tronco del árbol. Pero su peso, el precario equilibrio, y una rama demasiado endeble para él, propiciaron su caída. El joven corrió hacia el ladrón, que se removía aturdido en el suelo. Usó las tiras de su honda para inmovilizarle las manos; la presencia intimidadora de los perros hizo el resto. En ese momento, Menetes llegaba a la carrera. Había acudido al oír la llamada del silbato del joven, dejando su propio rebaño pastando en una colina cercana.

– ¡ Euritión! ¿Qué es lo que ocurre aquí? ¿Todo bien? ¡Euritión!
– No te preocupes, todo está bajo control. Parece que hemos atrapado un ladrón.
– ¡Apesta!

Menetes arrugó la nariz mirando con desagrado al prisionero.

– Sí, no es muy grato estar a su lado.
– ¿Qué vas a hacer con él?
– Corre a la ciudad. Avisa a la guardia. El rey debe saber que tenemos ladrones extranjeros en nuestros dominios.
– ¿Extranjeros?
– O extranjero, o mudo. No ha dicho ni una palabra. Corre, muchacho, no te entretengas por el camino.
– De acuerdo, voy volando.

Euritión vio cómo Menetes se perdía camino de la ciudad. Luego volvió la mirada al extranjero que permanecía sentado apoyando al espalda contra el tronco del árbol del que había caído. Miraba con recelo a los dos perros que lo custodiaban vigilantes.

– Bueno, mi estúpido amigo. A ver qué es lo que hacemos contigo ahora. Mucho me temo que al rey no va a gustarle nada tu hazaña.

El extranjero miró su arco y las flechas, desparramadas tras la caída. Un brillo homicida pasó fugaz por sus ojos.

– Ya, ya…. Si las tuvieras en las manos, a la distancia suficiente… no tardarías en matarnos a los tres, ¿verdad?

Eritrión dio un suave capón en la coronilla del hombre, apenas un revoloteo en el largo y sucio cabello.

– No te enfades, hombre. El rey es un soberano magnánino. No te irá muy mal después de todo…

[continuará…]

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El final de la eternidad

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Capitel de los evangelistas

La ciudad eterna se muere. Son muchas las causas, y muy prolongada en el tiempo la enfermedad que acabó con la civilización más esplendorosa de toda la historia en muchos aspectos. Esa misma historia fija el último suspiro de la capital en el año 476 de nuestra era, aunque en el mundo del arte, la muerte cerebral había llegado tiempo atrás. Son pocos los restos de los primeros siglos del cristianismo. La crisis económica y los enfrentamientos cívico-religiosos impidieron una mayor proliferación de obras artísticas. El caso de las idolatradas Justa y Rufina en Sevilla puede ilustrar a la perfección el ambiente de intolerancia y radicalidad existente, más allá del mito o de la fe. Asolada y desangrada por varios frentes, Roma acude a los visigodos del este de Europa para solicitar su ayuda frente a la rebelión de los suevos afincados en Hispania. De este modo, tras el fatídico año 476, los visigodos heredan la península, extendiendo sus fronteras hasta Burdeos, donde fueron rechazados por los francos para retirarse definitivamente tras los Pirineos.

Como ya sucedía desde los primeros días tras su muerte en la cruz, los seguidores de Jesús se empleaban a fondo en la muy poco cristiana tarea de matarse unos a otros por el poder terrenal con el motivo religioso como excusa. Los visigodos dieron varias y variadas muestras de ello, siendo el más visible el caso del rey Leovigildo, quien mandó ejecutar a su hijo Hermenegildo por haber abandonado el arrianismo para pasarse al catolicismo tras su encuentro con la gran figura de la época visigoda: Isidoro de Sevilla. Si se excusa el burdo ejemplo, el fútbol es un deporte donde juegan dos equipos y al final gana Alemania. En historia, la religión es una guerra donde luchan dos verdades, y al final gana el catolicismo. Finalmente, Recaredo sucede en el trono a su hermano Leovigildo, oficializando el catolicismo como religión del reino en el año 689.

Desde la instauración del cristianismo como religión oficial del imperio, los primeros cristianos abandonaron las catacumbas y adoptaron la estructura de las basílicas romanas para sus ritos religiosos de la incipiente iglesia. Eso mismo ocurrió en la Bética, donde desde finales del siglo IV e inicios del V, comenzaron a levantarse estos edificios. Ejemplos ilustrativos pueden ser los restos de la basílica de Vega del Mar, en San Pedro de Alcántara (Málaga), y los de Gerena y el Patio de Banderas de los Reales Alcázares (ambos casos en Sevilla). Entrada ya la etapa visigoda, los restos arquitectónicos desaparecen, conservándose sólo un puñado de piezas como pueden ser altares, capiteles, etc. La mayoría de ellos provienen de Córdoba, debido a que los musulmanes reutilizaron los restos de la basílica de San Vicente en la construcción de su mezquita-aljama. En Sevilla hay también algunos ejemplos de capiteles visigodos reutilizados por el mundo musulmán en la Giralda y en los Jardines de Murillo.

Más importancia tienen en esta época los sarcófagos, derivados de la costumbre de inhumar a los muertos ya presente en el mundo romano. Al final del imperio, en época cristiana, la costumbre se mantiene, cambiando únicamente la temática figurativa exterior, para adaptar las figuras clásicas a la nueva fe. Son los casos de Carteia (San Roque, Cádiz) y el Prado de San Sebastián (Sevilla). También han llegado ejemplos de sarcófagos con temática puramente cristiana, como los de Berja (Almería), Córdoba, Martos (Jaén) y Écija (Sevilla).

La escultura del momento tiene poco que ver con el pasado esplendor del mundo romano. Del mundo paleocristiano sólo se conservan tres en toda Andalucía, representando el tema del Buen Pastor. Son los casos de la escultura de la Casa de Pilatos (Sevilla) y los dos ejemplos conservados en Almería. Lo más destacado del momento visigodo es el Capitel de los Evangelistas, conservado en Córdoba.

El ejemplo más brillante del mundo visigodo lo encontramos en una de las llamadas artes suntuarias. No es otro que el Tesoro de Torredonjimeno, aparecido en un removimiento de tierras. En un primer momento fue entregado a unos niños para que jugasen con él, creyendo que era falso. En la actualidad se haya repartido por varios museos. Se trata de un tesoro litúrgico que posiblemente adornara el altar de alguna iglesia.

Con la llegada del mundo islámico, muchas de las obras desaparecen, debido por la costumbre de los nuevos amos de reutilizar todo lo que encuentran a su paso -justo es decir que no son los primeros de la historia en hacerlo-. Se abrirá así un período de esplendor artístico que, con altos y bajos propios de su longevidad, se extendería durante ocho siglos.

 

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La sinuosidad del gusano

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Mosaico romano

Cuando los soldados de la república pusieron el pie en Grecia y Asia Menor, allá por el siglo II antes de nuestra era, el mosaico era ya común en el mundo griego. Como tantas otras realidades, pasó con facilidad a formar parte del ecléctico mundo romano. Si es justo comenzar con esta realidad, es igualmente justo decir que fue a partir de esa “romanización” del mosaico cuando comenzó un auténtico género artístico-industrial, del que acabaron por convertirse en inigualables especialistas. El gusto por la musivaria se extendió de tal forma que puede decirse con escaso temor a equivocarse que no hubo casa o villa donde no hubiera mosaicos de distintos tipos.

En el mundo romano se distinguían entre la obra de musivum -mosaico- y la de lithostrotum -literalmente “pavimento de piedra” en sentido general-. Se daba a la obra este nombre de lithostrotum cuando el material consistía en piedras naturales de formación volcánica y mármoles de diferentes colores. Los bloques para la construcción eran poligonales. En cambio, el musivum, la musivaria, aludía a pequeñas construcciones realizadas con argamasa y pequeñas piezas de distinto tamaño y color, llamadas teselas, de las que toma el nombre la especialidad –opus tessellatum-. La labor era realizada por auténticos artistas, quienes disponían las piezas sobre superficie aplanada y nivelada, distribuyéndolas por color y  forma hasta alcanzar el aspecto deseado, y aglomerándolas con una masa de cemento. Los mosaicos acabaron por convertirse en un imprescindible elemento decorativo para los espacios arquitectónicos, e incluso posteriormente, ha en época bizantina, el arte del mosaico se unió con la tradición oriental y dio lugar a una evolución que se distinguió sobre todo por el uso muy generalizado de grandes cantidades de oro.

Contrariamente a lo que pueda parecer en nuestros días, el arte del mosaico empezó a desarrollarse en sus inicios sobre todo para decorar los techos o las paredes; pocas veces para los suelos, debido al miedo que se tenía de que no ofreciera suficiente resistencia a las pisadas. Cuando este arte llegó a la perfección, acabó por llegarse al convencimiento de la posibilidad de ser pisado sin riesgo, y fue entonces cuando comenzó la moda de hacer pavimentos de lujo. Salvando las distancias, como pavimentos podían ser considerados de la misma forma en que una alfombra de alta calidad pudiera serlo en los tiempos modernos.

Para fabricar un pavimento hecho de mosaico seguían una serie de pasos que con el tiempo se fueron perfeccionando. El lugar de fabricación era un taller especial. Allí lo primero que se hacía era diseñar el cuadro y este trabajo tomaba el nombre de emblema. Después de haber diseñado el cuadro se hacía una división de acuerdo con el colorido, y se sacaba a continuación una plantilla en papiro o en tela de cada una de esas parcelas divididas. Sobre dicha plantilla se iban colocando las teselas siguiendo el modelo escogido con anterioridad. Las teselas se colocaban invertidas, es decir la cara buena que luego se vería tenía que estar pegada a la plantilla. Cuando este trabajo estaba terminado, los expertos lo transportaban al lugar para que el artista concluyera allí su obra.

Antes de colocar las teselas había que preparar bien el suelo para recibirlas. Esta era una labor muy importante que requería experiencia y habilidad. En primer lugar se allanaba hasta conseguir que fuera horizontal pero con una inclinación suave y calculada que facilitase el deslizamiento del agua hacia los sumideros. El suelo tenía que ser firme y estable pues una leve rotura de una sola tesela podía conducir a la degradación de toda la obra. El firme para recibir finalmente las teselas estaba así ordenado de abajo a arriba: suelo natural acondicionado, mortero mezclado con polvo de teja y carbones, polvo de teja, capa de mortero, y finalmente las teselas del mosaico

El arte de la musivaria presenta cuatro especialidades diferentes, dependiendo del tamaño de las teselas, de los dibujos y del lugar de destino del mosaico. En primer lugar podemos hablar del Opus Vermiculatum, de origen egipcio, elaborado con unas piedras muy pequeñitas con las que el artista podía dibujar con bastante facilidad objetos que pudieran requerir más precisión; debe su nombre a que las líneas del dibujo recordaban las sinuosidades del gusano. A continuación podemos encontrar el Opus Musivum, que se hacía principalmente para la decoración de los muros. Este término empezó a emplearse a finales del siglo III. El Opus Sectile está formado por piedras más grandes y de diferentes tamaños; principalmente placas de mármol de diversos colores para componer las figuras geométricas, de animales o humanas. Finalmente podemos citar el Opus Signinum como una variante más, cuyo nombre proviene de Signia; en este lugar había fábricas de tejas y en ellas se obtenía con los desechos un polvo coloreado que al mezclarlo con la cal daba un cemento rojizo muy duro e impermeable.

A modo de corolario, puede afirmarse que en la actualidad es considerado como una pintura hecha de piedra, una disciplina artística más, que vive de la pintura en cuanto a temas se refiere, pues la temática de un mosaico no tiene identidad propia, es la misma que puede encontrarse en la pintura. La diferencia radica principalmente en la perspectiva, más falsa y forzada en la musivaria que en la pintura.

Hay excelentes muestras de mosaicos en los yacimientos del Alcázar de los Reyes Cristianos en Córdoba, en Cástulo (cerca de Linares), Ciavieja (Almería), Los Mondragones (Granada) Bobadilla y Rio Verde (ambos en la provincia de Málaga), Niebla (Huelva), Monasterio de Santa María, Puerto Real y  Puente Melchor (los tres en la provincia de Cádiz), y en Ecija, Casariche y Alcalá del Río (en la provincia de Sevilla), junto a los más conocidos hallados en Itálica.

 

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El desván de las historias

La diosa del cielo

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Itálica

Uno de los secretos del éxito de la cultura romana, quizá el más relevante y el que la hizo prevalecer sobre otras culturas de su tiempo, y prolongarse durante más de siete siglos, no tuvo nada que ver con el poderío militar. En efecto, y aun aceptando que su concepto de ejército y de tácticas de guerra les daba una importante ventaja inicial, lo que hizo prevalecer al mundo romano no fue la fuerza de la conquista por las armas, sino la capacidad de aportar y de absorber elementos culturales; esto es, el intercambio mutuo con los pueblos que dominaba.

Por supuesto, la influencia de la cultura griega fue la más importante fuente de la que bebieron los artistas romanos, principalmente los escultores. Para ello basta con echar un vistazo a la escultura neo ática, de la que no mencionaremos más, por ser materia ajena a la intención de este desván de las historias. Roma conquistó Grecia… pero no sólo hizo eso. Participó del mundo griego, e hizo a su vez que los griegos participaran del mundo romano. Esta pauta se extendió por el tiempo y por los territorios, y hay multitud de asentamientos fuera del Lacio que alcanzaron el grado de colonia, así como la ciudadanía romana para sus habitantes; proceso culminado con el Edicto de Caracalla en el año 212 de nuestra era.

Por centrar la cuestión, no es de extrañar que ello acabara ocurriendo también en Hispania, una de las más importantes provincias del imperio –tres emperadores nacieron en ella-, y más concretamente en la Bética, donde vieron la luz Trajano y Adriano. Por usar una expresión contemporánea, la metodología romana era bastante clara. Conquista militar, asentamientos en el territorio, construcción de infraestructuras, desarrollo urbanístico, introducción de instituciones, administraciones, idioma y costumbres… y asimilación de elementos autóctonos, de forma que la población nativa acabara identificándose con patrones romanos, adaptados a su vez de patrones locales.

En la Bética hay varias e importantes ciudades diseminadas por todo el territorio. Debido a su estado de conservación y a la importancia de sus hallazgos, Itálica es quizá donde mejor pueden apreciarse muchos de los elementos característicos de la cultura romana en general, y de los relacionados con el mundo del arte en particular. Las tres artes plásticas por excelencia –arquitectura, escultura y pintura- pueden estudiarse con profundidad en esta cuna de emperadores, si bien es cierto que al igual que ocurre en casi todo el mundo romano, la pintura es inexistente, teniendo que acudir a la musivaria.

La arquitectura romana puede apreciarse en gran medida en la ciudad, así como el urbanismo. La perfecta disposición en cardos y decumenos, la orientación de las villas -estructuras y tipologías-, las aceras porticadas, los edificios públicos -termas, templos y exedra-, y las obras más emblemáticas -teatro y anfiteatro-, donde además de los cimientos, pueden verse el alzado de los edificios -en las viviendas sólo se conservan las plantas-. Sillares de piedra, ladrillo, arco, bóveda, y el magnífico invento romano, verdadera argamasa de su arquitectura: el opus caementicium, mezcla de cal, piedra y agua, el primer ejemplo de “hormigón armado”. La red urbanística inferior consistía en un complejo sistema de cloacas que complementaba y completaba la gran instalación de la superficie, que suministraba agua potable proveniente de diversos acueductos, almacenada en varios depósitos por toda la ciudad.

La escultura también está ampliamente representada, y cuenta con numerosos ejemplos de las distintas épocas y tipologías. En ellas puede apreciarse el gusto por la representación naturalista, heredado de la tradición griega, más allá del realismo o el idealismo de la moda imperante en cada momento. Hallamos muestras de retratos privados, de esculturas funerarias o religiosas, estatuas imperiales y divinas en todas las vertientes posibles… Las estatuas de Venus, Diana,  Hermes, y Trajano divinizado son bellas muestras de esculturas de cuerpo entero.  Los bustos de la diosa Fortuna, Adriano e incluso Alejandro Magno, son ejemplos destacables de esta tipología.

En cuanto a la musivaria, es también destacable la calidad de muchos de los mosaicos recuperados en Itálica, que pueden disfrutarse en su ubicación original. Es posible contemplar ejemplos de opus tessellatum, opus sectile y opus vermiculatum, según la forma, el tamaño y la disposición de las teselas empleadas en la elaboración. Son numerosos los ejemplos de mosaicos inigualables, como los del Rapto de Hylas, el del Planetario, o el de la Casa de los Pájaros.

Por último, no conviene olvidar una de las principales muestras de la asimilación mutua existente entre el mundo romano y los pequeños submundos que se incorporaban al imperio. La asimilación mutua de divinidades y costumbres puede contemplarse a través de las lápidas votivas dedicadas por individuos a aquellas deidades que les favorecieron en cualquier empresa que lo necesitaran. Itálica cuenta con una curiosa muestra en la que Cayo Sentio agradece su protección a la ancestral Dea Caelestis local, asimilada a la Némesis romana, por medio de una placa hallada en el nemesium del propio anfiteatro. Un esclavo liberto local agradeciendo algo a una diosa local asimilada a una diosa romana, en un lugar de culto propiamente romano como es un templo de la misma diosa, dentro de uno de los símbolos romanos por excelencia, como es el anfiteatro. Demos gracias a la Diosa del Cielo.

 

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